Era pequeña. Claro, que en el desierto todo es
pequeño, sólo el desierto es grande. Pero era, además, pequeña porque no era lo
suficientemente grande para que alguna persona se hubiera fijado en ella con la intención de llevársela consigo.
Había vivido siempre en comuna. Los humanos se habían
llevado a todas sus hermanas y, cada vez que había visto a cada una de ellas
elevarse en las manos de alguna persona, sufría profundamente la pérdida de lo
que eso suponía.
—¡Somos de la misma arena! — gritaba entonces, pero parecía que no
oían su voz. Los humanos ni siquiera se volvían.
Había quedado rodeada de miles, cientos, millones, billones…, bueno,
casi infinitos granos de arena. Ellos, cuando la veían triste, solían decirle:
—Pero si nos tienes a nosotros…
—No es lo mismo —contestaba la rosa del desierto.
—¿Por qué dices eso? Tú sabes que estás hecha de lo que somos
nosotros.
—Eso sí. Pero no es lo mismo.
—Pues no lo entendemos —decían siempre al final de la conversación los
granos de arena.
Y la rosa del desierto quedaba triste, repitiéndose para sus adentros,
con absoluta convicción, “no es lo mismo, no es lo mismo”, mientras intentaba
averiguar por qué. Y, aunque no lo lograba, de una cosa estaba segura: no era
lo mismo.
—¿Por qué no os agrupáis unos cuantos de vosotros? — dijo un día la
rosa del desierto a unos cuantos granos de arena.
—¿Para qué? —preguntaron ellos.
—A lo mejor así ya no me siento tan sola.
Y los granos de arena, viéndola tan triste, se pusieron manos a la
obra. Se abrazaron algunos entre sí con fuerza, se subieron otros encima, y no pararon
hasta formar una pequeña masa compacta de arena.
—No es lo mismo… —dijo la rosa.
Ninguno de los granos de arena dijo nada. Lo cierto es que no podían
hablar por el esfuerzo tan grande que les suponía intentar mantenerse unidos.
De repente, uno de ellos, haciendo un esfuerzo extraordinario, y con
la voz entrecortada por la tensión, logró pronunciar:
—¿Por qué no es lo mismo?
—¡Por esto! —entonces, la rosa del desierto sopló levemente el grumo
de arena, y los granos se separaron de nuevo.
—¡Jo! Es que tú nos lo pones difícil.
—¡No os lo pongo difícil! Yo sólo os demuestro que lo que digo es
cierto.
—Oíd —dijo un grano de arena—, yo también creo que no es lo mismo.
—¿Síííí? —preguntó, sorprendido, otro grano de arena.
—¡Sí!
—Yo también lo creo —añadió otro.
—¿Y por qué no es lo mismo? —dijo un tercero, que había estado callado
hasta entonces.
Todos quedaron en silencio, intentando descubrir el porqué de aquello
que cada uno sentía como cierto, pero a lo que ninguno lograba dar explicación.
Y pasó una noche, y un día y otra noche y otro día y otra noche. Y,
según amanecía el tercer día, la rosa del desierto vio, a lo lejos, una figura
humana que se acercaba.
—¡Hey! Mirad —dijo la rosa del desierto a los granos de arena, que seguían
meditando.
Ninguno se inmutó.
Entonces, la rosa pensó: “Total, qué más me da compartir con ellos, si
no son lo mismo”.
A medida que la figura se acercaba, iba tomando forma para la rosa del
desierto.
Lo primero que advirtió fue que se trataba de un pequeño humano, luego
vio que tenía el pelo revuelto. Cuando ya estuvo muy cerca, la rosa del
desierto se dio cuenta de que era un niño.
—Hola —dijo el niño, sentándose, con las piernas cruzadas, frente a
ella.
La rosa del desierto no dijo nada.
—¡He dicho hola! ¿Por qué no me contestas?
—¡Cómo si pudieras escucharme…!
—Pues claro que puedo escucharte.
—¡¿Cómo?! —exclamó la rosa, entre asombrada y encantada.
—¡He dicho que claro que puedo escucharte!
—¿Por qué puedes escucharme?
—Porque te oigo.
—¿De verdad?
—Ya te lo he dicho. Me parece que estás un poco sorda.
—Perdona. Es que... es que... —titubeó la rosa del desierto.
—¿Es que qué?
—Es que pareces una persona.
—¿Y qué? —preguntó, asombrado, el niño.
—Que las personas no me oyen.
—Pues yo soy una persona y sí te oigo.
—¡Vaya, vaya!
—Vaya, vaya —repitió el niño.
—¿Y tú por qué me oyes? —preguntó la rosa del desierto.
—Pues porque tú me hablas. ¡Qué pregunta más tonta!
—No. Quiero decir, ¿por qué si los demás no me oyen, tú sí?
—A mí me parece que ésa pregunta está equivocada —dijo el niño.
—¿Una pregunta equivocada?
—Sí.
—Qué tontería —dijo, con cierto desprecio, la rosa del desierto.
—¿Por qué te parece una tontería? —preguntó el niño.
—Las preguntas no pueden estar equivocadas, sólo las respuestas.
—Las preguntas y las respuestas, las dos pueden estar equivocadas. Y
tú también lo estás.
—A ver —dijo la rosa del desierto—, ¿por qué mi pregunta está
equivocada?
—Que yo te oiga es lo lógico. ¿No te parece que lo que deberías hacer
es preguntarles a ellos por qué no te oyen?
—Pues no.
—¿No qué?
—Que no me lo parece.
—¿Por qué no?
—¿Pero es que no te das cuenta? ¡Porque no oirían mi pregunta!
—Pues entonces se me ocurre una idea —dijo el niño.
—¿Cuál? —preguntó, entusiasmada la rosa.
—No les preguntes nada.
—¡Pues vaya! ¿Y entonces cómo me entero?
—Pregúntatelo a ti misma.
—¡Pregúntatelo tú!
—¡Vale! —Y el niño cerró los ojos para hacerse la pregunta. Al cabo de
un rato, los abrió de nuevo—. ¡Ya lo tengo!
—¿Ya lo sabes?
—Creo que sí.
—¡Cuéntamelo, cuéntamelo! —le rogó la rosa del desierto.
—Ellos creen que tú no hablas.
—¡Pero eso es mentira! —dijo, la rosa del desierto, algo enfurruñada.
—Claro que es mentira. Pero como ellos creen que es verdad, no te
oyen.
—Pues no lo entiendo... Porque yo les grito un montón.
—¡Pero eso es igual! Tú no sabes cómo son las personas…
—Tú eres una persona.
—Ya. Pero no soy como ellos.
—¿Por qué no? ¿Porque eres más bajito?
—¡No soy bajito! —dijo el niño, poniéndose inmediatamente de pie—.
Sólo soy pequeño —y, mirando a la rosa del desierto con atención, añadió—, como
tú.
—¡Es lo mismo!
—Claro que no es lo mismo.
—¿Ah, no? ¿Y qué diferencia hay?
—Pues yo soy pequeño porque he nacido hace menos que los mayores, y
aún estoy creciendo.
—¿Y llegarás a ser grande como ellos?
—Claro que sí. ¡Y a lo mejor aún más grande!
La rosa, de repente, fue sacudida por una oleada de tristeza.
—Yo soy pequeña. Por eso no tengo amigas.
—Pero tú eres más grande que todos los granos de arena que hay por
aquí.
—Ya... Pero no es lo mismo.
—¿Por qué no?
—¡No lo sé! — y, al cabo de un rato, preguntó— ¿Tú lo sabes?
—¿El qué?
—Por qué no es lo mismo
—Sí lo sé.
—¿Me lo dices?
—Bueno, si quieres, te pondré un ejemplo. Es como los mayores que no
te oyen.
—Pues no lo entiendo.
—¡Sí! Es muy fácil. Ellos no te oyen porque creen que no puedes
hablar.
—¿Y qué?
—Pues que no es lo mismo porque tú crees que no es lo mismo.
—¿Y tú crees que es lo mismo?
—Sí.
—¿El qué?
—Todo.
—¿Todo?
—Sí. Todo —afirmó el niño.
—¿Todo es lo mismo?
—Sí. Aunque hay diferencias.
—Pues no te entiendo.
—Las diferencias existen cuando alguien cree que no es lo mismo. Por
eso para ti hay diferencia entre tú y los granos de arena.
Entonces, uno de los granos de arena, que no había parado de pensar en
los tres últimos días y sus noches, voló suavemente hasta la rosa del desierto
y se quedó adherido a una esquinita de uno de sus pétalos.
—¡Uy! Otro más —, dijo la rosa del desierto.
—¿Sabes quién es? —preguntó el niño.
—Sí. Es un vulgar grano de arena.
—¿Le conoces?
—Hemos hablado...
—¿De qué?
—Él decía que era lo mismo que yo, el muy tonto. Yo le decía que
no, pero no lo comprendía.
—¿El qué? —preguntó el niño.
—Que no somos lo mismo.
—¿Sabes qué? —dijo el niño— Tú, además de ser muy ilógica, estás más
ciega que sordas las personas.
—¿Cómo te atreves a decirme eso?
—¿Qué te crees que eres tú?
—Una rosa del desierto.
—¿Y qué crees que es una rosa del desierto?
—No pienses que no lo sé…
—¡Pues dímelo!
Entonces, la rosa, según fue a hablar, se dio cuenta de que no tenía
nada que decir.
—Has sido muy altiva con los granos de arena, pequeña rosa del
desierto —dijo el niño—. Y no te has dado cuenta de que si existes es porque
ellos te entregan su vida.
La rosa buscó el grano de arena que se había adherido a ella y no
logró distinguirlo. Había perdido su identidad.
—Lo siento —dijo, mirando al niño.
—No te preocupes. El te ha enseñado quién eres. Ya sabes que lo que
eres tú ahora es gracias a él.
—Sin él no sería lo mismo.
Entonces, otro grano de arena pensativo salió volando, de nuevo, hasta
la flor del desierto, y se quedó inmóvil en una diminuta hendidura de uno de
sus pétalos. La rosa del desierto y el niño lo miraron.
—¿Te das cuenta de lo que hacen? —preguntó el niño.
—No estoy segura...
—Están perdiendo su identidad para que tú seas cada vez más grande.
La rosa, entusiasmada, miró entonces a los granos de arena, que
seguían pensando, y les llamó:
—¡Chicos, chicos, despertad! ¡Ya tengo la respuesta!
Todos miraron a la rosa del desierto con expectación.
—Somos… ¡Somos lo mismo! —gritó, entusiasmada.
—¿Por qué? —preguntaron desconcertados todos los granos
de arena a la vez, mientras uno de ellos se fusionaba, imperceptiblemente, en
una hendidura lateral de la rosa del desierto.
Graciela Bárbulo
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